viernes, 28 de agosto de 2020

POR UNA LEY DE TRANSICIÓN.

Tarja ilustrativa de presidentes que han vivido en el Palacio Nacional desde 1930 hasta la fecha.
"El marco normativo de la Administración y la Función Pública es amplio, diverso y complejo. Cada funcionario, del nivel que sea, debe conocerlo estudiarlo y aplicarlo".

Los procesos de transición en República Dominicana carecen de una normativa especifica que facilite el cambio de mando. Esa crea un vacío que permite a las autoridades salientes accionar libremente y a los entrantes asumir una posición de retaliación contra todo el que sirve a la sociedad desde la administración pública. Es tiempo de establecer una normativa que rija la cuestión.

El numeral 2[1] del artículo 147 de la Constitución Política de República Dominicana establece que los servicios públicos deben regirse por una serie de principios entre los que se destaca el de continuidad. Entender esto se hace imperativo cuando se producen cambios de gobierno o de autoridad en la administración pública. La gestión pública moderna tiene reglas y procedimientos instituidos que deben observarse.

El arsenal normativo que rige la administración y la función pública dominicana es amplio, complejo y diverso, pero no es suficiente para operativizar los procesos de transición y garantizar la transparencia de los mismos. Eso obliga a profundizar la reflexión sobre la necesidad de una normativa específica que institucionalice las Comisiones de Transición y establezca los procedimientos para el traspaso de mando.

Además de los principios generales establecidos en la Constitución de la República; existe una vasta normativa complementaria donde se establecen una serie de prerrogativa que obligan a garantizar el derecho a una administración pública, eficiente, transparente y ética. Tal es el caso de la Ley 1-12 que instituye la Estrategia Nacional de Desarrollo, Ley No. 107-13 sobre los Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración y de Procedimiento Administrativo, la Ley 176-07 del Distrito Nacional y Los Municipios, la Ley 247-12 Orgánica de la Administración Pública y la Ley 41-08 entre otras.

En el caso específico de la Ley 247-12, llama la atención la facilidad con que se vulneran sus principios y el silencio que asumen los encargados de aplicarla. El objeto de esa normativa es claro y compromete al funcionariado directivo con la calidad de la gestión. Muchos actúan como si no si desconocieran la existencia de tan importante normativa.

La Ley 1-12 establece una misión[2] país que refuerza los fundamentos del Estado Social y Democrático de Derecho que establece la Constitución de la República en su artículo 7. Cumplir con los principios establecidos en la Carta Sustantiva y las leyes adjetivas es imposible si cada gobierno actúa desconociendo las gestiones que le preceden. Hay leyes y se deben cumplir.

Dada la ausencia de normativas y protocolo para gestionar los procesos de transición se impone la búsqueda de mecanismo que preserven las iniciativas, proyectos, programas y políticas desarrollada por las autoridades salientes, especialmente aquellas que no han concluido. Lamentablemente, esos principios no se toman en cuenta cuando se producen los cambios de gobierno.

El Estado no puede asumirse como la propiedad de un partido político, una élite o un grupo de interés. Quien asuma un cargo público tiene la obligación de respetar el marco normativo vigente y cumplir los procedimientos instituidos en la administración pública. Poner en riesgo la inversión pública o la estabilidad emocional de los servidores públicos es un círculo vicioso que deslegitima la democracia y neutraliza el desarrollo de la institucionalidad pública.

Perturba y preocupa que inversiones cuantiosas y de alto interés social queden abandonadas por capricho de quienes pasan a ocupar las dependencias responsables de esas obras. Lo propio sucede con los programas y proyectos implementados por gestiones anteriores. Perturba porque se pierde la inversión y preocupa porque iniciativas de alto interés social no son valoradas por las nuevas autoridades.

Es necesario establecer procedimientos que faciliten la evaluación de los programas, proyectos e iniciativas en ejecución para establecer los niveles de avances y la ruta para su conclusión. Las autoridades juran cumplir y hacer cumplir las leyes; así como desempeñar las funciones que asumen apegados a los principios que rigen la administración pública. Eso juran, pero del dicho al hecho hay largo trecho.

Reglamentación de los procesos de transición para evitar que se perviertan y se canibalice la administración pública se hace imperativo. La carencia de normas impide el establecimiento de procedimientos trasparentes que dejen ver lo que entregan quienes salen y lo que reciben quienes asumen el gobierno.

Urge la aprobación de una Ley que establezca límites a quienes asumen el gobiernos y condiciones a quienes entregan el mismo. No puede haber borrón y cuenta nueva. Los funcionarios públicos asumen responsabilidades con el cargo y éstas deben fundamentarse en el respeto a la normativa vigente y a los principios éticos que rigen la función pública.

Una Ley de transición debe establecer los mecanismos, condiciones y sanciones que sustenten los protocolos del proceso. Permitir que impere la “ley de la selva en los procesos de transición” es una violación a la Constitución de la República y las leyes que pone en riesgo la inversión estatal. En el Siglo XXI la transparencia es fundamental y debe expresarse en todos los procesos de la administración pública.

La evidencia empírica demuestra claramente, que cuando hay cambios de autoridades en las instituciones públicas se produce una especie de asalto a la administración pública. No solo es el tema de los empleos, sino también la actitud de quienes se aprovechan del momento de caos para sacar ventajas. Es tiempo de superar esa mala práctica.

Institucionalizar los procedimientos, protocolos y mecanismos para facilitar el proceso se convierte en un indicador de calidad de la democracia. No puede hablarse de institucionalidad democrática donde sus instituciones carecen de mecanismo para obligar a los funcionarios que las gestionan a cumplir los principios que la fundamentan.

Es sabido que, tras la conclusión de los procesos electorales, se crean Comisiones de Transición para gestionar el traspaso de mando, pero esas entidades carecen de una base normativa que obligue a las partes a cumplir y aplicar los protocolos instituidos. Hay leyes que pueden complementar una Ley de Transición.

Reglamentar el traspaso de mando es altamente beneficioso para el país y el Congreso Nacional debe legislar para crear una base jurídica que establezca un plazo razonable y obligue a las autoridades salientes a elaborar estados de situación en cada insititución, hacerlo público y remitir memorias a la Cámara de Cuentas o al propio Congreso Nacional.

Una política de transparencia debe contemplar mecanismos para facilitar el ejercicio del deber fundamental de fiscalización de la calidad de la democracia establecido en el artículo 75, numeral 12[3] de la Constitución de la República. El proceso de transición no puede ser un punto ciego donde todo se valga. Tiene que ser una oportunidad para que la población conozca las ejecutorias de las autoridades salientes.

Establecer una cultura de transparencia exige rendir cuentas, la garantía del principio de continuidad y el compromiso ético con la función pública son fundamental para una buena gestión. Lamentablemente, el clientelismo impide la consolidación de una institucionalidad pública basada en los pilares precitados. Esto se agrava en los procesos de transición y eso coloca al país en una pendiente que puede llevarlo al abismo.

Basta citar el artículo 2 de la Ley de Administración Pública para darse cuenta de que en los procesos de transición se obvian las normativas. La función administrativa comprende toda misión, competencia o actividad de interés general, otorgada conforme al principio de juridicidad para regular, diseñar, aprobar, ejecutar, fiscalizar, evaluar y controlar políticas públicas o suministrar servicios públicos, aunque éstos tengan una finalidad industrial o comercial y siempre que no asuman un carácter legislativo o jurisdiccional”.

La discusión para dar forma a esta propuesta debe realizarse con la participación de las fuerzas políticas y sociales del país. Es una normativa de alto interés que viene a fortalecer la institucionalidad democrática y ordenar los procesos de traspaso de mando. Su elaboración exige compromiso y participación activa.

En conclusión, la Ley de Transición debe contemplar lineamientos y principios generales para institucionalizar y transparentar los procesos; así como protocolos, procedimientos, plazos para un traspaso de mando organizado, ágil, trasparente y armonioso. Creación de una Comisión de Transición que establezca la ruta de la transición en base a la normativa vigente.

Es responsabilidad del Congreso Nacional trabajar para dotar al país de leyes que ayuden a gestionar los procesos de cambio de mando y deben accionar en esa dirección. Criticar y no actuar es una forma de solapara la cuestión para aprovecharse de la anomia o periodo bobo que se da en el períodos que va desde la proclamación de los ganadores hasta la juramentación de las autoridades electas.


[1] Los servicios públicos prestados por el Estado o por los particulares, en las modalidades legales o contractuales, deben responder a los principios de universalidad, accesibilidad, eficiencia, transparencia, responsabilidad, continuidad, calidad, razonabilidad y equidad tarifaria”.

[2] “Un Estado social y democrático de derecho, con instituciones que actúan con ética, transparencia y eficacia al servicio de una sociedad responsable y participativa, que garantiza la seguridad y promueve la equidad, la gobernabilidad, la convivencia pacífica y el desarrollo nacional y local”.

[3] Velar por el fortalecimiento y la calidad de la democracia, el respeto del patrimonio público y el ejercicio transparente de la función pública.

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