La
corrupción administrativa se ha introducido hasta el tuétano del hueso
societal, gracias a los pilares que sostienen el inmundo edificio de la
impunidad que debilita la institucionalidad pública y mata la esperanza de una
sociedad decente.
Este mal no se origina ni es propiedad exclusiva de los
dominicanos, sino que se disemina por
todo el planeta. La cuestión es que aquí no se guardan ni las apariencias. Los principios éticos y los valores morales se pervierten o se transgreden fácil y frecuentemente. creandose así los pilares de la imunidad.
Los
pilares que sostienen la impunidad son la falta de sanción social, moral y
normativa alimentadas por la complicidad generalizada que asociadas al clientelismo
y el paternalismo. Esa base perversa mantiene erguido, agrediendo con su imagen
la inteligencia colectiva que burlada y acosada reclama su demolición.
Es
así, como la impunidad se ha convertido en el bálsamo por excelencia para
aliviar el cáncer crónico de la corrupción, tanto a nivel público como a nivel
privada. Es esa falta de sanción la que
hace ver a la corrupción pública y privada como un mal menor.
La
impunidad es entonces, la respuesta equivocada que crea las condiciones para
sostener tesis erróneas y perversas como “El Borrón y Cuentas Nuevas” o la manida
y recurrida excusa de “Persecución Política”, incluso la justificación de
prácticas penosas como el “Boroneo
y el Dame lo Mío”.
Una
anécdota atribuida al dictador Ulises Heureaux, (Lilís), quien gobernó al país
de 1887 a 1899, al visitar una provincia notó forma precaria en que vivía uno
de sus compadres y compañero político. Para ayudarlo a superar su penosa
situación, le nombró gobernador de su demarcación. Lilís como apodaban aquel
presidente, notó la pobreza del compadre y tomó notas del asunto.
En el
siguiente viaje decidió pasar a ver al susodicho y encontró que éste había dado
un “salto virtuoso hacia la opulencia”,
gracias al cargo que desempeñaba. Mientras disfrutaban de un suculento
almuerzo, el presidente notó todo el lujo que exhibía que incluía cubierto y
bandejas de plata, loza fina y bebidas exquisitas.
Se
dice que al despedirse del flamante gobernador Lilís le dijo:”Compadre, si se
comió la gallina guarde bien las plumas”. Este pasaje anecdótico sirve para
ilustrar la forma que en que se ha manejado el poder político y cómo sus actos
se quedan sin sanción, así entre compadres y como los compadres no se ofenden
según la religión católica la impunidad se entroniza.
Para
combatir este mal se hace necesario despertar la conciencia crítica de la
sociedad e impulsar un amplio proceso de politización para forzar el
surgimiento de una cultura política acorde con las expectativas de una sociedad
donde la honestidad y el decoro sean el adorno de quienes asuman posiciones de
liderazgo.
La
educación y la formación basada en principios éticos y valores morales tienen
que ser la vía para llegar hasta el trono de la avaricia y la codicia
consumista que rigen la sociedad actual. Esos vicios deben ser superados y en
su lugar colocar los referentes que sirvan de guías a las generaciones más
jóvenes.
Hacer
que la Política se transforme y se institucionalice para que sea una actividad
atractiva como medio para renovar los mandos directivos y los liderazgos es una
tarea impostergable para quienes aspiran a vivir en una sociedad donde la
justicia social sea la norma y no la excepción. Así la práctica y la cultura
política pueden recuperar su brillo y servir mejor a la sociedad.
La
sociedad del Siglo XXI tiene grandes desafíos, entre los que se destacan el
acelerado deterioro ambiental, el crecimiento exponencial de la población, la
inseguridad ciudadana, la inobservancia a la norma, el debilitamiento de la
institucionalidad democrática y la crisis de valores. Superar esos males requiere una acción
coordinada y articulada donde se aproveche todo el potencial transformador de
la gente.
Enfrentar
esos retos, pasa por la restauración de la confianza en lo público y
revalorizar el rol del Estado en la
regulación de las relaciones societales. Ese es el contexto que facilitará
quebrar los pilares que sostienen el complejo esqueleto de la impunidad.
Diversos recursos se pueden emplear en esta lucha pero la acción judicial debe
producir sanciones ejemplarizadoras.
Sancionar
el delito para desanimar a potenciales corruptos es un antídoto que
complementado con la sanción social y moral contribuirá a la creación de nuevas formas de
tratamiento a los delitos y faltas cometidas contra el erario. Presionar para
que quienes asuman liderazgos públicos entiendan la dinámica contextual de la
impunidad y los males que ella genera, no solo al delincuente sino también al
Estado mismo.
El
país dispone de una normativa que bien pudiera servir de soporte a una política
de transparencia articulada y efectiva pero esto pasa por una aplicación correcta
de su contenido. Tal es el caso del artículo 146 de la Constitución de la
República que proscribe cualquier modalidad de corrupción. Del dicho al hecho
se ha hecho largo el trecho.
La no
aplicación de la norma incentiva y fomenta las prácticas corruptas, debilitando
la estructura institucional y minando la confianza de la gente en el gobierno,
el Estado y la clase política. Claro, se sabe que la corrupción es una lacra
que no es propia ni exclusiva del sector público pero éste está obligado a
sancionarla y prevenirla.
Destruir el nido de la impunidad y las redes que la alimentan es el reto que tienen quienes trabajan el la lucha contra la corrupción. De no hacerlo, dejaríamos la puerta abierta a quienes hacen fortunas mal habidas para que instalen el imperio perverso, aprovechando cualquier descuido para colarse en las estructura de gobierno vía la participación política y el clientelismo.
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