¡Servir es una vocación; servir bien es un deber del
servidor público!
La gestión pública es y debe ser un eje institucionalizado, profesionalizado, especializado, esencial, transparente y eficiente. Si se quiere apuntalar las políticas que se ejecutan desde Estado en cualquiera de sus niveles de gobierno, entonces hay que apostar a funcionariado pública comprometido éticamente con las funciones que desempeña.
Esto implica, entre otras cosas, superar una serie de prácticas distorsionadas
que se asemejan más a un voluntarismo personalista que al cumplimiento de las
responsabilidades de un funcionario público en una institución estatal.
Es frecuente observar como
funcionarios y gerentes públicos utilizan las funciones que desempeñan en una
ente público para promover aspiraciones ulteriores, sin que ningún organismo de
control ni fiscalización. Personalizan tanto la gestión que pareciera un
voluntariado y no el desempeño de una función pública para la que se le paga un
salario a nombre del erario.
Esas prácticas pervierten y
distorsionan la esencia de la institucionalidad democrática y colocan al Estado
y a sus instituciones en la senda del clientelismo, basado en el
aprovechamiento de los cargos con fines particulares, violando el artículo 146
de la Constitución de la República. No es una práctica nueva, lo nuevo pudiera
ser, que se institucionalice en pleno Siglo XXI.
Basta echar una mirada a
las obras que se realizan, tanto en el ámbito municipal como en el provincial
para “descubrir” la bondad, solidaridad y vocación de servicio de muchos
funcionarios, ya sean electos o designados. Esa lógica personalista obedece a
tiempos superados y no a la sociedad de la información y el conocimiento.
Es el culto a la
personalidad expresado en acciones que quebrantan la normativa que rige la
administración y la función pública. Utilizar fondos públicos para comprar
voluntades y manipular conciencias, habla muy mal de cualquier funcionario,
máxime si se ha comprobado que usa el cargo para promover candidaturas a otras
posiciones.
¿Cómo
superarlo?
Superar esta vieja y
perversa práctica de gestionar la cosa pública requerirá seguramente, más que
sanciones ejemplarizadoras, una alta dosis de comprensión del rol del
funcionariado público. Se requiere que quienes tienen y asumen funciones
públicas entiendan que deben servirle al pueblo y no a intereses ajenos a la
esencia de sus funciones.
Aplicar los mecanismos de
control establecido puede ser un buen paso. Hay formas y mecanismos
institucionales para controlar la gestión pública pero la debilidad
institucional y el clientelismo se asocian para conspirar contra la eficiencia
de esos sistemas.
Es tiempo de que la clase
política piense en el altísimo compromiso que se asume cuando se acepta servir
desde un puesto público. Adecentar e institucionalizar la democracia dominicana
pasa por el cedazo político, para que solo pasen, quienes dan muestra de
compromiso ético, sustentando en valores morales y cívicos probados.
Ese es el mejor antídoto
para contrarrestar, no solo ese personalismo enfermizo o endiosamiento que deja
ver gran parte del funcionariado, sino también contra los manejos indebidos de
los fondos públicos y las “indelicadezas” practicadas en la gestión pública.
La democracia dominicana
necesita más y mejores gerentes pero sobre todo una clase política que rinda
culto a la ética, el compromiso y al cumplimiento de las normas instituida.
Avanzar en esa dirección implica por tanto trabajar en la elevación de la
conciencia colectiva para rechace las manipulaciones y denuncien las prácticas
reñidas con los aspectos antes mencionados.
La gestión pública es
fundamental para que las políticas públicas sean eficientes, eficaces y transparentes.
Profesionalizarla, institucionalizarla y dotarla de las fortalezas necesarias es parte de un esfuerzo
inconcluso que habrá que reforzar para transformar el formalismo democrático en
una democracia funcional.
El sistema político
dominicano ha ido avanzando, sin superar una serie de prácticas que en poco
ayudan a la institucionalidad. Cabe citar el culto a la personalidad, el
caudillismo, el caciquismo y el endiosamiento o predestinación de quienes se
sienten imprescindibles.
Son esos vicios y prácticas
que ubican la cuestión pública dominicana en un estadio que no se corresponde
con las expectativas del pueblo dominicano; y se expresa en el debilitamiento,
no sólo de la institucionalidad política, sino también en la calidad de la
gestión pública.
Para transformar la
institucionalidad pública y evitar
manipulaciones y distorsiones no basta con dotarla de un marco normativo o de
unos sistemas rígidos de gestión. Es necesario ante todo, trabajar la parte
blanda del sistema, entiéndase la gente que lo opera y hace posible el funcionamiento de sistemas, subsistemas y procesos. Ellos y ellas hacen las
instituciones y definen su quehacer cotidiano. Por tanto, pueden transformarlo si se le
crean las condiciones para hacerlo.
No todo está perdido, pervertido o corrompido; mientras hay quienes se empeñan en pervertir las prácticas gerenciales, hay otros que se afanan en trazar las pautas con su ejemplo y compromiso. En estos
últimos y la actitud que asuman frente a
las acciones del resto, está la esperanza para superar el atraso y los vicios
que debilitan la institucionalidad democrática en el país.
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