“A nosotros ya no nos entran ni los tiros de pistola”.
Salomón y Diógenes, una pareja de veteranos de la vida, agricultores curtidos en las artes del trabajo arduo del Vallecito de Julián enclavado en la Cordillera Central de República, se encuentran por coincidencia, en una concurrida esquina de aquel hermoso municipio, cerca del parquecito central. Venían de sus respectivos conucos donde cumplían con sus quehaceres cotidianos.
La
mañana de aquel día, empezaba a morir rápidamente y la tarde traía el calor
abrazador que demandaba la cobertura de una sombra fresca que lo amortigüe. Era
un calor inusual para esta parte del país, dijo Diógenes, por estos tiempos
llueve mucho y la brisa es fresca.
En
Vallecito se trabajaba en el Plan Nacional de Alfabetización y se había
organizado jornada de ubicación y registro de personas iletradas, bajo el lema
“QUE NADIE SE QUEDE FUERA” donde participaban todas las instituciones y
organizaciones del lugar. Diógenes y Salomón estaban dentro de los candidatos potenciales
pero eran más jibaros que una guinea tuerta.
Inician
un diálogo animado por la presencia de las personas que trabajan en el Plan
Nacional de Alfabetización y ante una pregunta de una joven que se identifica,
graciosamente como Guabayita: ¿Han ido a la escuela alguna vez? Claro que sí
dice Diógenes, el más joven de los dos. Dice, señorita, yo si fui a la escuela
pero no aprendí mucho, solo a firmar con tres cruces y a contar malamente.
Diógenes
reconocido como parlanchín que disfrutaba dialogando sobre cualquier tema que
le perimiera acercarse al pasado autoritario y excluyentes que le tocó vivir a
mediados de la Era de Trujillo, dónde a decir de éstos “se podía dormir en la
calle y nadie se atrevía a tocarte y al que
cometía un delito como robo o violación lo colgaban en una plaza
pública”.
Salomón,
montado en su burro bayo conversaba animadamente con su compadre Diógenes sobre
las peripecias que han pasado para llegar hasta donde estamos hoy. Primero el
saludo de reglamento, apretón de manos y quitado el sombrero de fieltro negro
que cubre sus cabezas encanecidas y media calvas.
Compadre,
no se olvide yo que fui alcalde pedáneo, le puedo decir hoy que eso no eran tan
así; era por el miedo que se le tenía a los matones, a los chivatos y a las
brujas del Jefe. Recuerde compadre, era la ignorancia y el miedo de la gente nos
obligaba a uno a estar despierto cuando debía dormir, dice Salomón.
Guabayita,
fascinada con las ocurrencias de sus contertulios, abre los ojos y comenta para
sí. Es difícil escuchar estas palabras tan sabia de un señor que no aprendió ni
siquiera a escribir su nombre. Guabayita, era hija de campesinos, cuyo padre se
esforzó y se hizo maestro, abriendo así el camino de su hija, quien tuvo la
suerte de ingresar a la Escuela de Medicina de la universidad estatal. Una vez
graduada, se inició como pasante en la Unidad de Educación de Atención Primaria
y ahora saca un tiempecito para dedicarlo al Plan de Alfabetización.
Salomón,
se planta, se acoteja el machete que cuelga de su cintura e interviene
diciendo: mi historia no es distinta a la suya compadre, yo me dediqué a cuidar
la finca de Don Pepe, heredé ese trabajo de mi padre; nací y crecí cuidando
el ganado, arriando la recua y curando animales cuando estos se enfermaban…no
había tiempo para ir a la escuela.
Guabayita,
contenta de oír aquellas historias, desconocidas para ella, despierta su
curiosidad y los recuerdos de sus vivencias en casa de sus abuelos, donde los
peones y jornaleros hacía jaranas en tiempos de lluvia cuando el temporal
impedía salir de las casas. Ellos aprovechaban el tiempo contando sus historias,
rememorando sus andanzas, hazañas y sufrimientos ¡Tampoco ellos tuvieron tiempo de ir a la escuela!
Al
despertar de su embrujo melancólico, Guabayita vuelve en sí y retoma el tema de
su conversación inicial, reconociendo que se había desviado en diálogo pero
complacida con sus interlocutores y las vivencias que contaban. Su objetivo era
conquistar aquellos septuagenarios para que aprendieran lo básico en los Guabayita
de Aprendizajes que se estaban conformando.
Salomón
y Diógenes sueltan una carcajada y comentan entre ellos: esa doctorcita ha
vivido poco compadre, dice Diógenes; bueno sí, responde Salomón; le pasa lo
mismo que a nuestros muchachos que se fueron a estudiar a la universidad y
cuando volvieron ya no entendía de nada. Parecía marcianos ¿Qué saben ellos de las peripecias que pasa la gente del campo? ¡Viven
como reyes!
Tanto
Diógenes como Salomón tenían varios hermanos y cuándo Guabayita le preguntó
cuánto de ellos fueron a la escuela dijeron que todos porque en la Era de
Trujilllo era obligatorio ir a la escuela, de lo contrario le ponía tras las
rejas. Más de uno cayó preso, porque se llevaban de trabajar y olvidaban la
escuela o el servicio militar. Los chivatos, los policías rurales y los
alcaldes pedáneos “cazaban” a quienes
intentaban burlar la “voluntad del jefe”, dicen.
Salomón,
con sus 75 años a cuesta y con la marca de la pobreza estampada el rostro y sus
manos callosas, lamenta que a pesar de eso, ninguno de ellos pudo pasar del segundo
grado. La gente nacía para trabajar y el tener munchos hijos no era para
mandarlos a estudiar era para trabajar en las fincas, unas veces como
jornaleros y otras como peones en las factorías de los ricos, dice Diógenes con
un dejo de nostalgia.
Guabayita,
los invita amablemente a inscribirse en el Plan de Alfabetización que ejecuta
el gobierno. Intercambian miradas, se ponen serios y Diógenes responde sin
pensarlo mucho: dígame doctora, de qué le sirve a un par de viejos como
nosotros ir a la escuela. Hemos vivido todos estos años sin saber leer ni
escribir y mire donde estamos.
Salomón
busca su cachimbo en macuto de guano tejido que cuelga de su cuello y trata de
encenderlo antes de responder pero Diógenes se interpone hábilmente y le
recuerda con un gesto disimulado, que están ante una joven doctora. Se limpia
el pecho y dice: oiga mujer, “a nosotros
ya no nos entran ni los tiros de pistola”, estos cocos ya no cogen letras, lo
números tal vez.
Guabayita,
se da cuenta de lo difícil que es convencerlo de aceptar su propuesta y le
dice: miren señores, en este plan lo que menos cuenta es la edad, lo que
ustedes aprenden es de ustedes y de nadie más ¿Por qué aceptan ir a la Clínica una hora cada día para yo ayudarle a
cumplir el sueño de escribir su nombre con sus propias manos? ¡Anímense que
saber no pesa, ni ocupa espacio!
Tírele
una décima compadre para que doctora vea como canta poeta de campo, compadre. A
seguidas suena un “Clarín, clareando y sigamos contando”; dice Salomón haciendo
honor al nombre del gran sabio de la antigüedad quien hizo grandes reflexiones
sobre el modo de vivir y organizar la vida.
Aquellos
titanes del humor campesino se ponen de acuerdo sin querer y dan su sentencia. No se puede ir más rápido
que vida, hay que vivir tal y como la gente nos conoce, endulzando la con la
miel del humor la amarga hiel que la realidad nos impone, dice el improvisado
sabio para el deleite de Guabayita y su compadre Diógenes.
En
medio del diálogo Salomón, le aclara a Guabayita, que junto a su esposa Alba se
inscribió en curso de alfabetización allá por 1986 pero el asunto no cuajó.
Desde entonces decidió que en su casa los libros, cuadernos y lápices eran para
los muchachos.
Unjú,
compadre, así mismo es ¡Esos tienen que estudiar obligado porque son el futuro
de la Patria, espeta Diógenes! Vea la muchachita esta disque doctora y lo bien
que la pasamos conversando con ella, hasta el burro se quedó quieto.
Eso
de Alfabetizarse suena bonito, la cuestión es que ya no tenemos tiempo ni
fuerza dice Salomón. Además, el país necesita los brutos tanto como a los que
saben la letra, recuerda ¿Quién va a producir la comida de la gente para la
ciudad? Paco aclara que al que no sabe la letra cualquiera lo engaña y promete
pensar la propuesta de la muchacha doctora.
Diógenes
¿Usted se imagina a esta pequeña
recogiendo café con un ñango de dos cajones en la cintura como hacía la comadre
Oneida? Bueno sí esa mujer parecía un hombre y lo buena gente que era, se
lleva con todo el mundo. Esa mujer parió 14 hijos sin ir al hospital y murió de
vieja, trabajaba como una burra para mantener a su familia, dice Diógenes. Ah,
algunos se hicieron profesionales, recueras a José el que manejaba el tractor,
se hizo agrónomo y María es profesora dice Salomón ¡Es la vida de la gente
campo, doctora!
El
paciente burro, Diógenes y Salomón irán por las callejuelas, calles,
callejones, carreteras y caminos con su carga de sueños irrealizado sin
poderlos expresar en el papel. Guabayita, la soñadora y romántica doctora del
pueblo, continuará insistiendo en la búsqueda de cura para la ignorancia, el
miedo y la apatía inducida de la gente que requiere apoyo para alfabetizarse.
Compadre
vamos a movernos porque este burro es bien burro nada mas con escuchar hablar
de escuela ya se ha puesto nervioso señala Salomón. Compadre ¿es el burro o es
el dueño? No compadre, con esta muchachita cualquiera habla un año entero. Es
el que el burro no ha bebido agua en dos días y parece que tiene sed ¡Hasta
luego señorita, hasta lueguito compadre Diógenes, nos vemos en la noche!
Guabayita
se despide cariñosamente de sus contertulios, poniéndose a la disposición en la
Clínica donde ofrece servicios de salud. Al dar la espalda dice: ¡piensen bien
en mi propuesta y si deciden cambiar de opinión me avisan! Puedo ir adonde
ustedes me diga. Son gente buena, honesta y trabajadoras. Quiero compartir con
ustedes mi experiencia como estudiante, es hermosa ¡Anímese Salomón y convenza
a Diógenes, juntos haremos un buen equipo! ¡Clarín, clareando y
sigamos contando…!
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